Las obsesiones de Drella Domenech

Algún día Florence quemaría todas esas cartas con las que Drella se obsesionó hace más de un año y se la llevaría se viaje para que viera más mundo y menos letra a la inglesa. Seguro que funcionaría. Quizá le gritara y le llamara mala amiga, o le soltaría alguna de esas palabras que difícilmente encuentras en un diccionario básico y que se podría traducir por un insulto, pero al menos no se pasaría las tardes enclaustrada en la biblioteca bajo la luz de los fosforescentes.

Pero Florence no se atreve, porque le quitaría el encanto. Ya no sería la obsesiva Drella Doménech, y a ella le gusta así. Testaruda, nerviosa, imaginativa. Medio suicida. Sabe que podría crear un mundo imaginario en menos de dos segundos y con un chasquido de dedos, y seguramente por eso se hizo amiga suya. Era un caos de persona y la atrajo como un agujero negro atrae todo lo que hay a su alrededor, pero ahora parece que el papel de la rubia en la vida de la señorita Doménech es bastante ingrato, y eso le molesta. Le cabrea, más bien. Es más: le jode. Pero sabe que hasta que Drella no dé con la Verdad –cosa que Florence no sabe cuando sucederá- no dejará de sumergirse en papel amarillento con olor a viejo.

Por eso, cuando llaman a la puerta tocando el timbre repetidas veces, se sorprende. Porque sabe que sólo Drella Domenech hace eso. Así que, con cara extrañada, abre la puerta. Casi se estampa contra ella cuando su mejor amiga entra corriendo con un montón de papeles en la mano y un brillo en los ojos solamente comparable al de un niño al ver a su héroe, pero no le importa mucho porque por fin ha encontrado la Verdad.

- Lo tengo, Florence. ¡Eureka!

Alza el fajo de hojas y Florence sabe que es sobre su trabajo de investigación, trabajo del que por cierto está bastante harta.

Debería haber quemado las cartas.

- Por fin he encontrado una escrito de Jeremiah.

Florence se sienta, cruza los brazos y alza una ceja. Todo a la vez. Pero si Drella ha visto todos esos gestos que indican que no quiere saber nada sobre el tema, los ignora. Empieza a explicarle algo sobre el tal Jeremiah que tiene más que ver sobre un monólogo de una adolescente enamorada que de una estudiante centrada y aplicada, pero Florence no se atreve a interrumpirla por miedo a que le tire los papeles a la cara y después le meta la cabeza en el horno, o algo así.

- ¿Pero quién es Jeremiah?

Drella la mira con cierta indignación, como si Jeremiah fuera algo así como un dios al que todo el mundo debería adorar. De repente Florence se siente como alguien que hubiera estado metido en un agujero los últimos siglos, y la mirada inquisitiva de Drella le hace sentir misteriosamente mal. Florence alza las manos y sonríe sarcásticamente. Perdona que no sea una friki como tú. Como Drella la sigue mirando de la forma con la que se mata haciendo uso de la Fuerza, se levanta y va a por un par de refrescos.

- Jeremiah Ostenfield. Es el hombre al que investigo –empieza a contar, más relajada. Se acerca a la barra americana en la que Florence está sirviendo la bebida y se apoya en ella-. Nació por 1800 cerca de Gales. Bueno, entre Gales y Oxford –corrige.

Florence murmura un “ajá” antes de darle un sorbo a su tónico. Se siente un poco culpable por no saber acerca de qué indagaba la morena, pero piensa que fingir que le interesa hará que su dios personal la perdone. Así que escucha todos los datos que Drella le da: que tenía mucha pasta, una casa en Londres y otra en el campo. Que se lió con una puta y tuvo unos problemas de cojones. También que se casó con una mosquita muerta. Quizá se lo haya dicho con otras palabras –más refinadas, más apasionadas-, pero Florence sólo capta cosas sueltas, las más importantes; lo demás se reduce a un blablabla.

Cuando Drella termina de soltarle toda la historia de Ostenfield saca una carta firmada con su nombre. No deja que la toque por eso de que Florence es una manazas y seguramente se le caería al suelo y después el vaso se estrellaría contra el papel, pero sí que comenta a grandes pinceladas el motivo de la carta. También dice que la ha robado de la biblioteca y que no piensa devolverla.

Florence se encoge de hombros y dice que le llevará películas porno a la cárcel. Drella se ríe. Al fin y al cabo siguen siendo amigas. Al fin y al cabo, Jeremiah Ostenfield ya está muerto.

Y, al fin y al cabo, es sólo un trabajo de investigación.

Los Howell



No parece lógico pretender que el buen tiempo dure para siempre, y mucho menos en los dominios de la reina, hogar de la lluvia y la tempestad. Una temeridad es pensar que el verano inglés se equipare a sus colegas mediterráneos, tan fiesteros y cálidos. El inglés es un reflejo de un caballero de esos serios, sobrio, dado a pocas alegrías y tan amargo como un té sin el placer del limón o la leche con azúcar.

Jeremiah se preguntó si tal caballero habría visitado alguna dama para estar tan jubiloso el día anterior, antes de volver a su rutina de lluvia, frío y viento. Desde luego, Evan le debía una, y muy gorda, porque hacerle dar vueltas en torno al pequeño pueblo en vez de instalarse bajo un árbol con buena lectura y quizás una o dos manzanas; malgastando el que probablemente fuera el único día soleado del verano, era merecedor de la pena máxima. Al menos el muy condenado lo sabía perfectamente, aunque no tuvieran la misma idea de lo que era "una y muy gorda".

- Es mi deber como buen amigo, Jeremiah- éste negó de nuevo con la cabeza, perdiendo ya la media sonrisa que el primero intento había suscitado. Empezaba a ver que su amigo creía de verás que era una buena idea.- Anoche no bailaste con ninguna. Que a las Fairfax las ignores, ¡a las seis!, pues todavía podría esperármelo, conociendo tu opinión de ellas; pero practicamente huías de sus progenitoras. Y no me engaño, sé que no eres de ésos que no aprecian el bello sexo - llegado a este punto, el rubio personaje apuntó con un dedo acusador a su interlocutor, como demandando una rápida respuesta que no llegaba, antes de lanzar su pregunta final- ¿A tí que te pasa?

Jeremiah bufó divertido y se sirvió una segunda taza de té con su media sonrisa de vuelta en la boca.
- Por lo pronto me rugen las tripas. En un segundo plano me pregunto si será factible organizar una caza del zorro para éste sábado. Y esta camisa tiene el cuello bastante áspero - contestó de forma calmada mientras removía el líquido para mezclarlo con el limón antes de probarlo tentativamente.
Desesperado, Evan aprovechó que ninguna dama o criado estaba presente para presenciar su comportamiento y se tiró frustrado sobre un canapé francés.
- Eres imposible - le gritó con la cabeza enterrada en un cojín, la tela amortiguando el sonido.

Su amigo se bebió tranquilamente el té, complacido, pensando que había logrado apartar la cabeza de Howell de su peregrina idea para "curarle" la soledad. Estaba seguro, es más, sabía perfectamente que para otros hombres era práctica normal, él mismo había ido una o dos veces en una edad más temprana, y en teoría, si no acababas con un desagradable ardor, se suponía hasta sano. Sacudiendo la cabeza, Jeremiah se dio cuenta de que parecía que hablaba de probar la infame comida hindú de la que tanto se hablaba, sin pensar que más intragables solían ser muchos platos ingleses.

Por suerte la comida de aquel día no representaba esa clase de cocina, gracias a la excelente cocinera que los Howell mantenían. A la mesa se sentaba el hermano mayor de Evan, Steffan, y su encantadora esposa Marielle. A pesar de llevar unos cuatro años casados y viviendo en la mansión Howell, a la que Jeremiah iba casi a diario, todavía no había oído a Marielle pronnuciar más de dos frases seguidas, debido a su extrema timidez. Para casi toda la comarca era un misterio como una joven tan tímida y un hombre tan callado y serio como Steffan habían llegado siquiera a darse los buenos días.

Tomaron la sopa en silencio, salvo uno o dos comentarios y asentimientos sobre la calidad de ésta, y lo mismo sucedió con el asado que la acompañaba, hasta que Evan se sació y comenzó a conversar sobre varios temas, desde cotilleos a los últimos descubrimientos de la ciencia londinense. Muchas veces, mientras contestaba a su amigo durante la comida, Jeremiah se preguntaba si Evan se dedicaba a hablar solo cuando no estaba él para llevar la conversación, o si era su presencia lo que inhibía a los otros dos silenciosos comensales.

Lo que estaba claro es que el hijo pequeño de ambos, de nombre Geralt por el abuelo de Marielle, no había salido a sus padres. El niño aún no había comenzado a hablar, pero si sus balbuceos eran algún indicativo, desde luego iba a parecerse a su tío en facilidad de palabra. A Jeremiah le gustaban los Howell, sin duda alguna. Se llevaba algunos años con el mayor, pero muchas veces podían entenderse con una mirada cuando Evan llevaba a cabo algo particularmente irritante para ambos, como cuando los arrastró a Londres en una alocada excursión sólo de hombres.

En esas reflexiones estaba sumido cuando acabaron la opípara comida y se trasladaron a la salita a descansar, mirando por los ventanales cómo la lluvia caía sin prisa sobre el verde jardín de la entrada.
- He oído que se planea una caza del zorro para este fin de semana, Ostenfield - comentó Steffan mientras Marielle ordenaba a los criados que prepararan té para todos los presentes y sacaran algunas galletitas para acompañarlo.

Jeremiah asintió levemente con la cabeza, pero no había abierto la boca para contestar cuando Evan se entrometió en la conversación.
- Lo siento querido hermano, pero he de requisar a Ostenfield este fin de semana por su propio bien- ante la inquisitiva mirada de su hermano mayor, el menor soltó una leve carcajada y sonrió de tal forma que a sus interlocutores les bajó un escalofrío por la columna vertebral - Es una sorpresa~

Después del invierno llega la primavera




Aquel hombre rompió su alma en mil pedazos un frio invierno, y el pesar de la pobre joven era tan grande que cayó irremediablemente enferma del corazón.

Su dolor era inmenso; aunque no lo exteriorizase en exceso, pues permanecía inconsciente o padecía delirios febriles la mayor parte del tiempo. Sin embargo, una mano amiga y cálida cogió la suya provocando en la enferma un ligero momento de lucidez. Allí a su lado se encontraba el médico de la familia, el señor Applewhite, mirándole con ojos tristes pero con una sonrisa alentadora. La joven se sintió profundamente aliviada nada más verle, pues sabía que aquel hombre iba a ser el hombre de su vida; quién le curase o bien quién le aportase los medios necesarios y adecuados para abandonar aquel mundo de la manera más digna e indolora posible.

Era ya primavera cuando el médico dejó los primeros capullos florecidos del año junto a una lápida recién tallada.

Anne Mary Whitman
1810-1835

Día soleado





El día había comenzado de una manera ciertamente espléndida en la comarca, sorprendiendo a los habitantes, excepto quizás al General Thornton, a quien su cadera le indicaba los más ínfimos cambios de clima, con un cielo azul celeste libre de nubes, en medio del cual brillaba el astro rey con inusitada fuerza.
Los rayos de luz se derramaban por el valle perezosamente, como una columna de miel vertida directamente desde el cielo, augurando un día quizá tan dulce como el delicioso producto de las abejas.

Para Jeremiah, sin embargo, significaba librarse de una mañana de trajín y papeleo en favor de una refrescante salida a caballo, quizás al pueblo usando como excusa cualquier recado que su hermana le encomendase. O quizás debiera irse de caza, llenarse de barro hasta las cejas para luego sumergirse en un relajante baño de agua caliente que lo preparara, cuanto fuera posible, para el tedioso baile de aquella noche.
Lo orquestaban los Fairfax, una de esas familias que se enorgullece de no ser nuevos ricos, pero a la vez ansían todo su dinero para sí, y Jeremiah no tenía ninguna gana de ir.

Era, como siempre, una maléfica coalición entre Mrs. Ostenfield, su madre, y Evan Howell, quien hacía de llamarse su mejor amigo. Otra cosa a remarcar de los Fairfax es que eran de esas familias con un aparentemente inacabable suministro de féminas en edad casadera, educadas desde la cuna para cazar hombres y fortunas. No que a Jeremiah no le gustase conocer jóvenes, pero encontraba que la peor forma de hacerlo era bailando. Sería cliché decir que era tímido y se le daba mal, además no era el caso.

Ni bailaba bien ni lo hacía mal, pero no extraía ningún placer de hacerlo, y si de los bailes lo único que le mudaba el semblante era la música, ni de ésta podía disfrutar debido a las charlas y a las recurrentes risas falsas y agudas de las damas y sus madres.

Jeremiah consideró la posibilidad de, ciertamente, ir de caza, pero volver demasiado tarde para preparse y llegar a tiempo al baile alegando que tomó mal un desvío, o que perdió la noción del tiempo, y mientras la daba vueltas, más atractiva le parecía. Con este menester en mente, tomó un buen desayuno y se enfundó unas botas adecuadas para montar durante todo el día. Dejó el recado para su madre y hermana por medio del criado de los establos, y sacó él mismo de las riendas a Aristóteles, su orgulloso semental castaño.

Ciertamente, parecía que iba a salirse con la suya, cuando se dió de bruces, no literalmente claro, con su madre, recorriendo a paso ligero el camino de tierra y losas que llevaba hasta los establos. Su progenitora era una mujer menuda y nerviosa, con el pelo moreno plagado de canas, normalmente recogido en un moño que, por más que lo intentara, nunca aguantaba impoluto más de dos minutos. Otra fascinante faceta de su forma de ser eran sus pulmones. De no haberse casado tan joven, Jeremiah estaba segudo de que su madre hubiera acabado en la ópera italiana, al menos en cuanto a capacidad pulmonar se refería.

- ¡JEREMIAH OSTENFIELD!- le llamó desde una distancia que no debería haber sido capaz de llegarle el sonido. Con un suspiro, enfiló el camino que su madre estaba recorriendo, viendo frustradas sus esperanzas de evadirla, pero no su plan por completo.
Entonces fue cuando reconoció el cabello rubio claro de Evan tras su madre, y decidió que ese par le conocían demasiado bien para su gusto. Echando pestes interiormente del aciago día en que su madre decidió aliarse con su amigo, Jeremiah dijo adiós tristemente a intentar librarse del baile.

- Gracias por guiarme hasta su hijo, Mrs. Ostenfield- dijo Evan de una forma que la señora encontraba encantadora y hubiera querido para su propio retoño.
- Pasadlo bien en vuestra excursión al pueblo - les deseó ella - No olvides comprar un ramo de petunias para tu hermana, Jeremiah - y con esas palabras, la mujer se dio la vuelta y reemprendió el camino a su hogar, dejando a los dos amigos solos.

- Aún no sé porqué no he cedido a mis fuertes deseos de estrangularte, Howell- comentó Jeremiah montando su caballo, mientras Evan hacía lo propio con el suyo.
- Las muchachas de la región inundarían el valle con sus lágrimas por mi pérdida, Ostenfield- replicó el rubio burlón, ganandose una risilla resignada del moreno.
- Será eso - comentó, marcando el paso en un trote relajado mientras partían en dirección al pueblo.

Trasplantando petunias


23 de Septiembre de 1835
Nº 18 de Whitton Hill
Dover, Kent
Sudeste de Inglaterra

Querido Mr. Applewhite:

Lamento mucho informarle de que estoy totalmente disgustada con los últimos sucesos acontecidos. No sé si las noticias habrán llegado ya al otro lado de la región, así que suponiendo que la respuesta sea negativa, mejor se lo cuento yo, ya que me temo que tengo el papel protagónico en esta desdicha.

Hace un par de días un temporal del demonio –perdóneme la expresión– arrancó nuestra preciosa casita. Sí, sí. Como lee. ¡Hasta los cimientos! No se puede imaginar el susto que llevé en el cuerpo aquel día. Los criados y yo tuvimos que saltar al lago desde el balcón si no queríamos acabar en... Vaya usted a saber dónde.

Con la casita de viaje por el mundo sólo nos quedó el jardín –y mire que a mí nunca me ha hecho mucha gracia eso de mancharme las manos de tierra–, así que llevo dos días trasplantando petunias; no porque sea realmente necesario, si no porque me temo que debemos emplear en algo nuestro –ahora extenso – tiempo libre dado que no ocupamos las horas en asuntos caseros por eso de que nuestra casa se ha dado a la buena vida.

Verá usted: además de escribirle para contarle estas catastróficas nuevas, también quería pedirle su ayuda con este tema. Los caballos también se fueron con el temporal, así que no podemos ir al pueblo tanto como nos gustaría y los cotilleos o nos llegan muy retrasados y obsoletos, o directamente no llegan. ¿Podría hacernos el favor de enviarnos algún resumen? O bueno, si está demasiado ocupado con sus negocios nos preguntábamos si conoce a alguien que pueda permitirse ocupar su tiempo en escribirnos. En cualquier caso mis criados y yo le estaríamos muy agradecidos porque, aunqueno se lo crea, trasplantar petunias puede resultar mortalmente aburrido. Hubiese sido más divertido si fuesen rosas, por las espinas, pero mi difunta madre –que en paz descanse – decidió plantar petunias, y en qué mala hora lo hizo.

El papel se me acaba, así que es hora de que me vaya despidiendo. No se preocupe por nosotros. Cuando llueve nos refugiamos en los establos, lo único que ha quedado además del jardín, y como ya no hay caballos cabemos los tres.

Vuestra sincera amiga,

Miss Wittaker.

PD.: Tampoco diríamos que no a unas mantas mientras esperamos a que la casa vuelva de su paseo.


Carta del 12 de Octubre

Probando, probando...y estrenando. Os dejo una carta de principios del siglo XIX




12 Octubre de 18XX
Campiña de Oxfordshire

Mi más querido amigo, sin más demora que la necesaria para escribir estas meras líneas, contesto a tu petición:

Me pediste que compartiera algunas de mis reflexiones contigo, pues mencionas que muchas veces me encuentras con la mirada perdida y el ceño fruncido, y he de lamentar que eso te inquiete, por lo cual, querido amigo, paso a referirte algunas de las cuestiones que pueblan mi mente en esta mañana tan fría y gris, tan típica del clima de nuestra amada tierra.

Pues bien, muchas veces me encuentro perplejo frente al problema del funcionamiento de la mente humana. Esta cuestión en particular, que sin duda han abordado mentes mucho más capaces, y con más éxito que la mía, me ha dejado perplejo y ensimismado varias noches, en las que despierto de mi estado semi comatoso de reflexión cuando hasta las llamas que antes calentaban mis huesos se han retirado a su cámara a descansar.

Que cada persona es un mundo es una frase que, sin duda, no es la primera vez que oyes. Y sin embargo es tan crucial, tan exacta que resulta imprescindible como ancla para no perderse en reflexiones inútiles y en caminos enzarzados del pensamiento. He de reconocer, amigo mío, que guardo tal frase escrita en mi más exquisita caligrafía, con mi vieja y cómoda pluma, sobre una cuartilla de papel común. La guardo pulcramente doblada y a mano en todas ocasiones, por temor a extraviarme sin ella.

Pero, y esta es la pregunta que realmente me mantiene en vela, ¿cual es la razón última de que una mente desarrolle sus razonamientos de forma distinta a otra?

Podríamos achacarlo a las vivencias de cada uno. No se duda de que una experiencia altamente traumática como un atraco violento, o en un caso extremo, la guerra, pueden afectar al razocinio y a la forma de trabajar de éste, en ocasiones, de forma extrema. Me viene a la mente, y probablemente a ti también, querido amigo, del caso de Gastón Lefevre, el hijo de la hermana de mi padre, la que fue desposada por aquel francés. No sé si llegaste a conocer a Gastón en sus buenos tiempos, cuando el muy bravucón perseguía jovencitas con el mismo ahínco que su sabueso sacaba conejos de sus escondites en las ocasiones en las que salíamos a recorrer los campos familiares entregándonos al placer del noble arte de la caza.

Probablemente no sabrás de quién te hablo, pero he de llamar tu atención sobre mi familiar para que comprendas exactamente qué es lo que trato de referirte. Con motivo de la celebración de su aniversario, nada más alcanzar los veinticuatro veranos, mi primo paterno se lanzó a recorrer el continente y redescubrir la tierra de su padre, de naturaleza francesa. No puedo explicarte bien los detalles, bien por decoro o por simple desconocimiento, pues por respeto nunca quise indagar demasiado en aquel, diremos inoportuno o desgraciado, incidente de naturaleza no demasiado amigable.

Lo cierto es que quizás creyeras reconocer a Gastón, antes de que te refiriera su pasado comportamiento, pero luego recularas en tu razonamiento y negaras fantasmalmente con la cabeza. Si este ha sido el caso, te invito a que reflexiones en tu conclusión, ya que habías reconocido bien a mi pariente. Hoy en día, Gastón es esa persona callada que ayuda tímidamente a su progenitora en el jardín, aquel que las jovencitas miran con interés antes de darse cuenta de su falta, por decirlo de alguna manera que salve tu dignidad y la mía si alguna persona ajena pudiera leer este escrito, de sangre en las venas.

Te preguntarás si el súbito cambio de comportamiento de este hombre tiene su raíz en alguna pasada experiencia mientras viajaba por el continente, y he de referirte mi sencilla y afirmativa respuesta, ponderada a lo largo de varias charlas con mi pariente y la hermana de mi padre alrededor de una buena comida y un buen vino, o en el caso de mi señora tía, por medio de un paseo ciertamente bucólico.

Entenderás ahora, querido amigo, cómo pensamientos tan ramificados y a la vez simples y regulares invaden mi mente sin posibilidad alguna de referírtelos en el momento, por lo aleatorio o lo inadecuado de la situación con el tema a tratar. He de reconocer que me ha agradado sobremanera este pequeño ejercicio de poner por escrito lo que antes sólo eran vagos racimos de pensamientos y recuerdos vagando sin orden ni concierto alguno por mi cabeza.

Para acabar esta pequeña e inacabada reflexión pseudo científica, he de conminarte a no sentirte obligado a leerme a pesar de que tú mismo hayas sido el promotor entusiasta de esta carta, puesto que, y siguiendo el tema escogido, la mente de cada uno trabaja a su propio ritmo y manera, y, a pesar de haber compartido tantas vivencias, no tienes porqué estar interesado, a pesar de que en lo más hondo de mi ser, te conozco, y sé que por tu honor probablemente lo acabarás haciendo. Si es éste el caso y, quizá, te hago ponderar sobre este mismo tema u otro muy distinto, te animo fervientemente a contestar a esta carta con tus pensamientos, o quizás, si es más de tu gusto, alrededor de un fuego con una buena botella a mano por si la boca se torna seca.

Tu cercano y sincero amigo,

Jeremiah Ostenfield........................

¿Es este el principio?







¿O es el final? No, es solo un pedazo suelto de otra historia inacabada más.

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